Ayer me tocó… obviamente no la lotería, pues este año no he ganado nada en ella, pero tampoco he perdido, que son los efectos colaterales de no comprarla y por supuesto que ¡tampoco me la regalen!, pues no toca (como si al comprarla obligatoriamente lo hiciera).

Me tocó la dulce sensación de saber que no tenía nada urgente que hacer, que no había compromisos adquiridos, que nadie me aguardaba, y que nadie esperaba algo de mí.

Tras acudir a las últimas reuniones matutinas y resolver el último papeleo, imprescindible de enviar antes de que acabara el periodo hábil; y tras un almuerzo en familia, sin prisas, dedicando el tiempo y la mente plena a disfrutar de los míos: me tocó.

Me tocó una siesta, pero de las de D. Camilo José Cela: de «pijama y orinal» metafóricamente hablando, pues no uso ninguno de ambos. Cuatro horas y media de siesta plácida, sin despertador, sin bullicio de temas en la mente, sin móvil, sin tele… De esta última me resarcí al levantarme, la ilusión de los millones transformada en la ilusión de los sillones: de la cama al sofá, para después, del sofá ir a la cama de nuevo y dedicarle otras nueve horas y media a la actividad onírica, como la siesta, sin prisas, sin despertador, sin móvil, sin nadie que me espere, sin temas pendientes de importancia o urgencia.

Hacía tiempo que no entraba en el periodo vacacional con frenos ABS: de 1000 km/h a cero en 0,0 segundos. Pero esta vez lo he conseguido y me siento bien. Casi creo que podría acostumbrarme a esto.

Desafortunadamente, lo bueno va a durar poco, pues aunque todo el mundo piensa que el profesor de universidad tiene unas inmensas vacaciones en las que hacer lo que yo en las 24h últimas horas, lo cierto es que una vez finalizado el periodo lectivo, siempre hay tareas que acometer y que normalmente dejamos para esta época vacacional. Por ejemplo, corregir los trabajos académicamente dirigidos de los alumnos, vamos, las tareas de toda la vida, que desde hace algunos años se ha puesto muy de moda en la universidad. Cuatro asignaturas con entre 30 y 55 alumnos cada una, con una media de tres actividades por alumno y con un número variable de páginas por actividad, supone mucha lectura, mucha comprobación de cálculos, mucho tiempo dedicado a mi actividad menos favorita, como ya relataba hace un tiempo (yo quiero ser profesor de autoescuela). Pero también es tiempo de revisar tesis, redactar algún capítulo de libro pendiente, escribir algún artículo científico, estructurar y comprobar datos, analizarlos estadísticamente, revisar los artículos de los colaboradores, o los que las revistas me encomiendan. Y sobre todo, es tiempo de inventar, pensar que nuevas «tareas» ponerle a los alumnos, para no repetir de un año a otro, terminar un par de elucubraciones que pueden ser en breve patentes, o acabar en una papelera…

Pero son tareas sin urgencia, sin relevancia, sin nadie que esté reclamando continuamente su entrega, y por tanto, se irán haciendo en esos ratos de tiempo muerto que queda entre las comidas familiares; las celebraciones festivas; la maratón del Señor de los Anillos, o de la Guerra de las Galaxias; los paseos por nuestra Córdoba, que estas fiestas invita a solearse por sus amplias avenidas, o brujulear entre callejones, todo lleno de gente que va y viene, comprando los últimos regalos. Será más tiempo de familia, de pareja, de amigos, y de mí mismo, con mi misma mismedad que me ensimisma, cuando nadie me ve, como decían Alejandro Sanz o Niña Pastori. Seré o no seré, pero cuando nadie me vea puede que dedique otra jornada al «Dolce far niente».