Supongo que, como a muchos, nuestra vida habitual nos lleva a comer fuera de casa la mayoría de los días entre semana. En los fines de semana o tiramos de comida traída a casa, o aprovechamos para comidas especiales fuera de ella. Esto en mi caso, hace que mi casa huela a los friegasuelos o ambientadores de turno, porque lo habitual es que nos cansemos del mismo olor siempre y busquemos alternativas. Habrá personas con más constancia que prefieran tener un olor definido en su casa.

Pero estos días, el confinamiento nos está obligando a quedarnos en casa y hacer alguna de esas cosas que se hacían en las casas, que era cocinar. Y en mi caso, cocinar platos de toda la vida, de los que hacía mi madre y antes de ella la suya. La olla tiene overbooking, las legumbres, verduras y hortalizas se movilizan en la despensa. Son días en que algunos llamamos a nuestra madre para recrear aquel plato que tanto nos gustaba y que hace tanto que no comemos. O en el peor de los casos, tiramos de Internet para buscar alguna nueva receta. Pero incluso estas últimas, no constituyen el grueso de nuestras comidas, ya que 30 días, al menos, en casa, son muchos días para “innovar” a diario. Y si no tenéis la oportunidad de preguntar a vuestra madre y no tenéis a mano recetas tradicionales, la Biblioteca de la Gastronomía Andaluza, o el blog de Chary Serrano, seguro que os ayuda.

En mi casa, las recetas tradicionales han tomado el protagonismo y esas cocciones lentas, sin prisas, van sacando los mejores sabores de los ingredientes que las componen. Pero lo mejor de todo es que a la vez que los sabores y las texturas se fraguan, al amor del “chup-chup”, aromas que impregnan cada rincón de la casa. Aromas que evolucionan de lo más neutro de los ingredientes en frío, matizando cada preparación que acompaña el cocinado. Aromas de sofrito, de fumé, de fondos y de salsas. Aromas de las cocciones que en función de las propiedades de los ingredientes van desprendiéndose paulatinamente. Aromas de los asados que van evolucionando de los más frescos que proporcionan los elementos crudos usados, hasta los matices de dorados, tostado, incluso caramelizado, con esos toques del vino o licor, que furtivamente los impregna, dando ese golpe de alcohol evaporado en primer término, para convertirse en fragancia que casi se mastica en la cocina y se extiende por el resto de nuestra casa.

Y finalmente el olor a plato terminado que lo inunda todo, invitando a comer. Porque un plato una vez alcanza el culmen de su expresión organoléptica, normalmente, cambia de sabor, textura, pero también de aroma, anunciando a los miembros de la familia que ¡vamos a comer!, siendo el mejor aperitivo que se ha inventado. Los volátiles de los alimentos son caprichosos respecto al momento de abandonar la olla, los hay precoces y efímeros, en tanto que otros son tardíos y contundentes, dejando horas después rastro oloroso innegable, que hace innegable el plato que se ha cocinado.

Las percepciones olfativas y las gustativas son de las más básicas y primitivas, apareciendo precozmente en nuestra evolución como especie y en nuestro desarrollo embrionario. Por tanto, los aromas se imbrican con nuestro ser más primitivo y primario, pero también con las evocaciones de nuestra infancia, nuestra magdalena de Proust. Recuerdo de pequeño al llegar al portal del bloque de pisos en que vivíamos, que mi hermano y yo olfateábamos para ver que comeríamos. Y aunque vivíamos en un tercero, en un bloque que habitaban 17 familias (que en aquellos tiempos todas guisaban) raramente nos equivocábamos en nuestra predicción. Porque aunque tengamos platos comunes que se elaboran en todas las casas: cocidos (pucheros, potajes, olla, o como quieran llamarlo), arroces, estofados, calderetas, etc., en cada casa se tiene el toque especial, en forma de ingredientes que aportan aromas singulares, condimentos en diferentes proporciones, velocidades y menaje de cocina, que fraguan la sinfonía de matices aromáticos, totalmente diferenciables de una casa a otra.

Hoy, mi casa ¡huele a gloria!, ¡huele a mi infancia!, ¡huele a madre!, ¡huele a hogar!. Y aunque la familia, por causa del coronavirus, comemos en lugares diferentes, hoy los tengo a todos muy cerca.